La locura de este viaje comenzó el pasado 12 de marzo. Ya en la primera quincena del mes, todos éramos conscientes de la inusual situación que empezaba a generarse en nuestro país tras contagiarse de coronavirus más de 4.000 personas. Lo que en un primer momento había servido como motivo de burla para la mayoría de los habitantes, empezó a convertirse en una verdadera preocupación; en mi caso, que soy estudiante de la Universidad de Sevilla, se acrecentó cuando me enteré del primer contagio en la Facultad de Comunicación. Como provengo de Las Palmas de Gran Canaria, había decidido comprar un pasaje de avión de ida y vuelta, del 13 al 16 de marzo, para acudir a la celebración del Carnaval Internacional de Maspalomas.
Sin embargo, el 12 marzo, mis planes dieron un giro radical. En mi reserva, tenía como equipaje una mochila pequeña, dado que la visita iba a durar poco más de 3 días, pero debido a las circunstancias que estaban planteándose en las noticias, decidí que era mejor llevarme algo más de ropa por si se alargaba mi estancia en la isla. La tarde de ese 12 de marzo se convirtió en una verdadera batalla de contradicciones en relación con la visita a casa que iba a hacer el día siguiente. Hay que tener en cuenta que ya se había suspendido, lógicamente, cualquier celebración del carnaval y, si esa noche lo confirmaba el presidente de la Junta de Andalucía, las clases en nuestra universidad también lo harían.
Mi preocupación se acrecentó cuando me enteré del primer contagio en la Facultad de Comunicación
Por tanto, la vuelta a casa iba a durar en principio un mes, incluyendo la Semana Santa. Las recomendaciones eran que evitásemos salir de nuestra residencia habitual, por lo que yo debía permanecer en el piso de Sevilla, pero, por otra parte, me consolaba pensando que ya ese billete de avión estaba comprado y no sabía si la situación se iba a poner peor. Entonces, para mí, la mejor opción era volver a mi casa en aquel momento en el que todavía no se había proclamado ni siquiera el estado de alarma, a pesar de que sentía que estaba cometiendo una irresponsabilidad.
El día 13 de marzo, a las 7:45, despegaba el vuelo a la isla. Ha sido probablemente la situación más tensa que he vivido dentro de un aeropuerto, ya que era el momento en el que se empezaron a usar las medidas de seguridad y se palpaba, a pesar de que Sevilla no era un foco fuerte de transmisión del virus, el miedo de los viajeros. No había desinfectantes en los supermercados ni farmacias y, mucho menos, mascarillas. Conseguí comprar unos guantes. Lo único que podía hacer para evitar el contagio era mantener, aunque fuese difícil, la distancia de seguridad. Al menos, el vuelo salía temprano y, a esa hora, el aeropuerto de Sevilla estaba prácticamente vacío.
Agradezco el esfuerzo que la mayoría de profesores han realizado para adaptar las asignaturas, de manera que podamos cursarlas de la manera más cómoda posible
Todo el mundo era conocedor de las circunstancias en las que nos encontrábamos, por lo que intentaban mantener las distancias recomendadas. Muchos de ellos llevaban mascarillas, a lo que hay que sumar que en el aeropuerto había numerosos dispensadores con gel desinfectante. Paradójicamente, el avión fue el lugar en el que me sentí más tranquilo, puesto que había alrededor de un pasajero por fila y nadie mantuvo ningún tipo de contacto.
Al llegar a Gran Canaria, sabía que mi deber era estar dos semanas aislado de mi familia, aunque fuese nada más que por precaución y evitar así cualquier tipo de contratiempo. Por tanto, en el aeropuerto, no hubo esos abrazos de reencuentro que caracterizan los retornos a casa, ni tampoco había un barullo de gente al abrirse las puertas de cristal. Estuve dos semanas en mi habitación, saliendo lo menos posible y llevando a cabo unos procedimientos de higiene para prevenir la transmisión. No tuve nunca ningún tipo de síntoma y, al pasar ese tiempo determinado, empecé a hacer vida normal en mi casa junto a mi familia. Estaba realmente tranquilo, porque vivo en un pueblo pequeño en el que no hay demasiados habitantes, aunque la mayor parte de ellos son ancianos.
Inquietud por nuestra formación
Durante estos cuarenta días, uno de los principales puntos de preocupación ha sido la universidad y los procedimientos que se llevarían a cabo para poder seguir con la actividad académica. Al principio, por el desconocimiento, íbamos haciendo nuestras tareas, pero con la idea de volver a las clases presenciales. Sin embargo, tras la confirmación de la suspensión total, nuestras inquietudes fueron en aumento. A pesar de la desenvoltura de algunos profesores, hemos tenido que insistir mucho para obtener respuestas claras, con las que apoyarnos para seguir adelante con nuestro deber académico. En mi caso, agradezco la modificación de los proyectos docentes y la adaptación de la gran mayoría de las asignaturas, que permiten desarrollar el curso de la manera más cómoda posible.
La cuarentena se ha basado en seguir cursando el Grado de Periodismo, pero también en intentar mantener una vida social, pese a no poder salir a la calle. En este tiempo, las nuevas tecnologías me han servido como llave para la comunicación con los que no puedo ver y para amenizar el tiempo que se queda vacío, siempre intentando no abusar. Además, el confinamiento ha encendido para muchos la capacidad artística. En mi caso, dada la distancia que siempre hay durante el curso, he disfrutado de la compañía de mis familiares y de mis vecinos, que, aunque sea de una azotea a otra, están haciendo que el encierro sea mucho más ameno. Tengo que hacer especial mención a mi barrio, en el que un vecino con su teclado y su instrumental sale a cantar y animar al vecindario todas las tardes a las siete, aportando su granito de arena y haciendo que los residentes de la zona nos sintamos mucho más unidos y orgullosos del lugar en el que vivimos. A pesar de la situación, los días se me pasan volando y cada día me alegro más de la decisión que tomé aquel 12 de marzo.