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Julio Cuesta, durante la clausura del Máster de Comunicación Institucional

Hace pocos días, de visita en una de las facultades de nuestra Universidad, no salía de mi asombro cuando uno de sus profesores me expresaba preocupación por las reacciones adversas  que un proyecto con participación empresarial había estado recibiendo de una parte, aunque pequeña, del alumnado. No le encontraba explicación a que ayudas de entidades empresariales del entorno, no ya sólo por  necesarias sino por significativas del compromiso tanto de la Universidad con su contexto económico como del tejido productivo de la sociedad con la Universidad misma, encontraran un rechazo tan inesperado.

Puede hallarse explicación, probablemente, en un contexto de ideologías que aún defiendan la existencia de fronteras intransitables entre la actividad pública y la iniciativa privada. Muchas vueltas, sin embargo, ha dado ya el mundo y sus regímenes para haber podido comprobar que mal va lo público si lo privado no forma parte de la estructura íntegra de una sociedad  y de un Estado.  En tantas vueltas no ha podido demostrarse que sólo el Estado cree riqueza y que la iniciativa privada sea un mero lastre del sistema o una rémora parásita al amparo de lo público. Ya un Estado que no acuña caprichosa y magnánimamente moneda, según convenga, depende estrictamente de lo que los bolsillos privados ingresen en las ventanillas del Tesoro Público.

Y ahí está nuestra Universidad pública, escasa de recursos propios y lejos de crecer con sus propios ingresos, es decir, dependiendo de los presupuestos públicos e incapaz de financiarse con los altos servicios de desarrollo del conocimiento que presta.

La apertura de la Universidad al mundo empresarial, a los desafíos de la actividad comercial y tecnológica, es ya inaplazable

Sin que valga de comparación, porque sería ilusorio, son más de 70 las universidades americanas tanto públicas como privadas que superan los 1.000 millones de dólares en su llamado endowment o fondo dotacional (Harvard University, privada, supera los 30.400 millones de dólares; la University of Texas, pública, supera los 18.250 millones de dólares). Claramente, por nuestra propia historia remota y próxima, la universidad española no obedece a ese modelo, pero sí puede inspirar en él su futuro. Inspirar en el más amplio sentido de las muchas acepciones del verbo, en el sentido de atraer nuevas ideas, infundir nuevos ánimos, instruir a quienes dirigen, y avivar el ingenio siguiendo el ejemplo de otros. Es como tantos sistemas universitarios por todo el mundo han logrado unos niveles de eficacia y excelencia muy lejos de ser alcanzados todavía por el nuestro.

La apertura al mundo empresarial, a los desafíos de la actividad económica, comercial y tecnológica del entorno en que cada Universidad se desenvuelve, es ya inaplazable  y debe ser prioritaria en cualquier plan estratégico a medio y largo plazo de nuestro sistema de educación superior.  La razón es sencilla: una institución de tan alta trascendencia en una sociedad no ha de funcionar en la sola dirección de dar servicio transfiriendo conocimiento y desarrollando habilidades, sino de procurar ser receptora de los beneficios, retos y necesidades que tales servicios generan en la actividad profesional y empresarial. Una corriente de reciprocidad sin duda beneficiosa. Por otra parte, habría que hablar de la escasa fidelización de los egresados y de la necesidad de desarrollar programas que promuevan la vinculación permanente con su “alma mater”.

Es así como se nutren los fondos dotacionales a los que hemos hecho referencia: no sólo de legados y donaciones basados en eficaces programas de fidelización que, dicho sea de paso, cuentan con una fiscalidad muy atractiva (asignatura largamente pendiente en nuestra país), sino de la gestión financiera de sus propios fondos y del retorno de los resultados de la transferencia tecnológica al sistema económico y productivo.

Está comprobado que mal va lo público, si lo privado no forma parte de la estructura íntegra de una sociedad y de un Estado

Cierto es que se van dando pasos substanciales en esa dirección y que nuestra Universidad de Sevilla ocupa ya un puesto destacado en generación de patentes y creación de empresas de base tecnológica, con un Campus de Excelencia con miles de investigadores y de estudiantes realizando prácticas en empresas; cierto es que se cuenta ya con una ramillete de Cátedras de Empresa en las que compañías más o menos tímidamente se implican en la acción académica, y cierto es que el camino está ya emprendido. Mas, el objetivo de hacer de nuestra Universidad un espejo en el que toda la sociedad se refleje y se mire, en el sentido machadiano del término, (”el ojo que ves no es ojo porque lo veas, es ojo porque te ve”)  queda por cumplirse.  Y no es sólo responsabilidad de los gestores universitarios o de unos pocos, es responsabilidad de todos los que tienen su razón de ser en el desarrollo y en la creación de una sociedad más próspera, más dinámica y más culta.


Julio Cuesta Domínguez es presidente de la Fundación Cruzcampo.

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